Nota de Felipe Hourcade:
Ni por jugar al fútbol. Ni por sacarse fotos en los vagones. No existe una excusa capaz de justificar el acto de maltrato llevado a cabo por un policía a un niño de once años en la estación de trenes de Concordia. El video es corto, dura menos de cuarenta segundos, pero alcanza para entender: en las vías del tren, un hombre uniformado (investido de un poder cuestionable, como veremos a continuación) manipula los movimientos de un pibito agarrándolo de las muñecas. Algunos diarios, enterados de la noticia a través del video que circuló en Facebook, afirman que según testigos cercanos había un grupo de niños jugando al fútbol en la zona de la estación y que, en determinado momento, fueron a sacarse fotos a los vagones; ahí es cuando actúa el policía.
Está nervioso y enojado. No hace
falta estar presente en la escena para darse cuenta. Primero le habla a una
mujer que está parada en el andén (al parecer, la madre del chico), le grita,
imperativamente, le ordena algo que es ininteligible para quienes lo vemos
desde el otro lado de la pantalla. Pero su enojo es visible porque después de
escupir esas palabras que no se entienden lo sienta al pibito en el otro andén,
en el que no ocupa la mujer. “Sentate ahí, sentate ahí” es lo que le dice,
gritando. Después se da vuelta para mirar a la supuesta madre del chico y
exclama “¿Eh?”, como si no supiese lo que está haciendo (y, probablemente, no
lo sabía; porque el enojo es así, ciego, y el tipo estaba muy enojado). Le
grita, a ella, balbuceando, y solo se alcanza a entender “No, no me digas que
lo hiciste… ¿Sabés qué? A esto lo solucionamos fácil” y saca un celular, o un
arma (no se alcanza a ver bien pero, en definitiva, el celular, en estos casos,
puede funcionar como arma: como disparador).
El niño llora y grita “No, por favor, por favor, no lo voy a hacer nunca más…”
mientras intenta pararse. Solo se quiere ir a su casa. El policía vuelve a dar
órdenes, está enojado, para que el pibe se quede quieto. “Sentate, sentate” es
lo que le dice, nuevamente. Lo que hace es inmovilizar a un niño de once años.
¿Para qué? ¿Con qué objetivo? ¿No puede acaso, el niño, tener las manos
sueltas? ¿No puede, acaso, el policía, simplemente hablarle? ¿Es necesario
reprimirlo? ¿Desde cuándo un niño puede resultar peligroso, un niño que además está
llorando y gritando, desesperado porque lo
suelten para volver a su casa? El niño sigue llorando y gritando. “No,
callate la boca” exclama a viva voz el uniformado. Se termina el video.
El enojo, decía, es ciego. Mejor
dicho: el enojo te vuelve ciego. Cuando no entendés lo que está pasando, y por
ende no sabés cómo actuar, te enojás. Te enojás y dejás de ver. Eso le pasó a
este policía. Se enojó con un niño de once años. No le quedó otra que hacer lo
que le resultaba más fácil, lo que tenía más a mano: utilizar su poder (un
poder, a raíz de este hecho, cuestionable), dar órdenes que no llegaron a
ningún lado a causa de su ceguera, manipular los movimientos de un cuerpo, disminuido
por la edad y su situación desfavorable, hasta inmovilizarlo, amenazar “¿Sabés
qué? A esto lo solucionamos muy fácil” y repudiar al pequeño, al que no tiene
poder, al que había ido a jugar a la pelota, al que quiso sacarse fotos junto a
los vagones de la vieja estación de trenes. Al pibe que ayer, cuando sucedió
esto, disfrutaba de su día, el día del niño.
Nota: Felipe
Hourcade.
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